El amor por los libros no se impone. Mi reflexión personal sobre la lectura en la Revista Babar
Maurice Sendak, Reading is Fun (1979) |
Yo no leía de niña, y si tenía que hacerlo, no lo disfrutaba. Odiaba leer. En mi casa no éramos muy lectores. Había algunos libros, sobre todo libros de medicina de mi padre, algunas enciclopedias y diccionarios, y alguna colección de clásicos, pero estaban como desperdigados, sin un lugar fijo y específico para ellos. Lo que yo tenía en mi habitación eran principalmente esos libros bautizados con el gran eufemismo de «lecturas de prescripción», es decir, «lecturas de obligación» que teníamos que comprar para el colegio: qué maravilloso es leer en la etapa escolar y con qué impunidad el sistema educativo lo convierte en la mayor de las torturas. Al menos para mí.
Recuerdo con claridad cristalina la angustia indescriptible que me provocaba tener que leerme un libro entero sobre el que después me harían preguntas y me examinarían para ver si realmente me lo había leído. Ojo, para comprobar que me lo había leído, lo de entender y asimilar lo que leyera era menos importante, al parecer. Algunos profesores iban un poco más allá y hacían una comprobación visual que le confirmara que el libro estaba «dado de sí», como se queda cuando efectivamente has pasado una a una las páginas. Una prueba irrefutable de comprensión lectora, vamos.
Sin embargo, aquí estoy: no solo toda mi vida profesional gira en torno a los libros, sino que son el refugio donde, en los días buenos, los no tan buenos y las cuarentenas, puedo disfrutar con las lecturas infantiles que no me dejaron apreciar de niña y con las que, si fuera niña ahora, me encantaría leer. Ahora, muchos años después, leo libros, escribo sobre libros y me encanta hablar de libros. Es más, acabé convirtiéndolo en una ocupación, en una especialidad: promociono la lectura infantil y juvenil siempre con ese pasado de no-lectora en mente porque me recuerda ser prudente y no forzar las cosas. Mi intención es tratar de ayudar a provocar ese cambio en otros no-lectores ofreciéndoles un mundo de posibilidades con la humilde esperanza de que encuentren ese libro-que-lo-cambie-todo, como por suerte me pasó a mí. Y no porque haya que leer, no, sino porque algunos libros son simplemente demasiado buenos como para no compartirlos.
De hecho, somos muchos los adultos que leemos literatura infantil y juvenil también por afición. Yo lo reconozco abiertamente, con orgullo y sin pudor porque me he dado cuenta de que me resultan unas lecturas mucho menos decepcionantes que la ficción, vamos a decir, «de adultos». Y ya no he podido parar: son casi siempre mi primera opción a la hora de elegir una nueva lectura, aunque sobre mi mesilla haya también otro tipo bien distinto de lecturas, como ensayos sobre neuropsicología o clásicos de la novela decimonónica.
Mirando hacia atrás en retrospectiva, creo que mi amor por los libros ha estado siempre ahí, oculto, como eclipsado por la terrible y muy alargada sombra de la imposición. Recuerdo perfectamente el olor de los libros de texto sin estrenar y el del forro adhesivo: me encantaba forrar los libros del cole con mi padre, era como un ritual, aunque supusiera el final de las vacaciones de verano. Supongo que, por eso, de alguna manera, dando muuuuchos rodeos, al final he llegado al mundo del libro y a la lectura, que era lo que tenía que haber sido desde el principio.
Muchos opinan que leer libros para niños de adulto te permite revivir esas mismas lecturas como cuando las disfrutaste la primera vez, en la infancia. Pero claro, yo no revivo nada, en muchos casos ¡las vivo por primera vez! Es cierto que a veces creo estar recuperando el tiempo perdido y no puedo evitar plantearme si de haber leído algunos libros en su momento/a la edad correspondiente, me hubieran impactado más. Pero, ¿existe realmente un momento para toda lectura? ¿Habré perdido, como se pierden los trenes en las estaciones, el momento adecuado para según qué libros de forma irrecuperable? ¿Será por eso por lo que ahora me apasionan esas lecturas que me perdí entonces? No lo sé. Independientemente de cuáles sean las respuestas a estas cuestiones, defiendo con convicción que los adultos podemos disfrutar de los libros infantiles casi tanto como ellos (o a lo mejor más), aunque en ocasiones sienta esa espinita clavada de no haber conocido a mis grandes referentes en el momento en que sus obras fueron publicadas. Porque como niña, no he vivido la emoción de que tu escritor favorito te firme tu ejemplar requeteusado, o la emoción de esperar por la última entrega de una trilogía que te tiene enganchado o el poder hacerme una foto con mi ilustrador favorito, pero como adulta, sí he podido conocer en persona a algunos de los escritores e ilustradores que he leído y sobre los que he escrito, y ha sido una experiencia estupenda.
Supongo que no será lo mismo, claro, pero como me decía un amigo de la universidad, el haber llegado a la lectura tan tarde, me ha dado una capacidad crítica y analítica mucho mayor que hace que sepa con más precisión mis gustos y preferencias, y que sin duda ha determinado mi capacidad analítica a la hora de valorar una obra para niños. O a lo mejor esta es solo una manera un poco tonta de consolarme por el tiempo perdido, porque, no voy a mentir, por supuesto que hay libros que no me han impactado como quizá sí lo hubieran hecho en mi infancia (Michael Ende es el primero que me viene a la cabeza…).
Hoy en día, en mi casa los libros en general, y algunos ejemplares en particular, ocupan un lugar privilegiado, por no decir sagrado. Por ello, como madre me encantaría que a mi hija le siguieran gustando los libros como hasta ahora y que se aficionara a la lectura tanto como yo, sobre todo porque compartiríamos los mismos ejemplares. Sin embargo, si más adelante por lo que sea dejan de llamarle la atención, no me voy a preocupar demasiado porque soy la prueba de que no tendría por qué ser algo determinante. Ahora sé que si no leí de niña no fue porque no me gustaran los libros sino porque me hicieron odiar la lectura al convertirla en justo lo contrario de lo que es, una imposición.
Los niños lo imitan todo, es cierto, también la lectura, por eso, hay que ponérsela a mano, a su alcance (literalmente), pero tampoco hay que perder la esperanza si esto al principio no funciona pues yo soy un magnífico ejemplo de que no todo estaría perdido, de que se puede llegar a la lectura apasionada, aunque sea veinte años tarde, aunque no se haya leído en la infancia. También soy la prueba de que el único y verdadero obstáculo para echar a perder a un lector en potencia es empezar la frase con un «tienes que leer», son las palabras mágicas para acabar con eso precisamente, con la magia de la lectura.
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