En la trastienda de una comedia romántica

Confesión: he visto cientos de veces la película Tienes un e-mail de Tom Hanks y Meg Ryan de 1998. Confesión dos: no me canso de verla, pero no por lo que parece.

A pesar de mi lealtad incondicional a todo lo aquello en lo que Tom Hanks intervenga (para mí es sinónimo de calidad indiscutible solo por su mera presencia), la película es una comedia romántica más (ahora creo que se les llama rom-com, ¿no?) de las que proliferaron en los años 90 del pasado siglo y de las muchas que estos dos actores (juntos o por separado) protagonizaron entonces. Pero no, no es por esto por lo que no me canso de verla, sino por el trasfondo, el contexto, el escenario en el que transcurre la historia: una librería infantil.

La trama de la película no es nada del otro mundo: chico conoce a chica y al principio no se soportan, pero al final acaban irremediablemente enamorados. El modo en que se conocen quizá aporta un poco más de originalidad: los protagonistas entablan amistad a través del intercambio de correos electrónicos, sin saber apenas detalles personales el uno del otro. Este modo de comunicarse fue un hito revolucionario en su día, aunque probablemente además de reflejar un momento histórico (¿quién no recuerda aquel sonido tan característico del módem tratando de conectarse…?), también hacían un guiño a la versión antigua en la que se basa, la película del año 1940 El bazar de las sorpresas, en la que sus protagonistas (James Stewart y Margaret Sullavan) intercambiaban cartas. Sí, cartas, de las que se metían en un sobre.

La ambientación para la versión moderna, por tanto, podría haber sido cualquiera. De hecho, en la versión de James Stewart, la historia transcurre en una tienda de regalos. Y esta, a su vez, se basa en la obra de teatro Parfumerie del escritor de origen húngaro Nikolaus Laszlo, que por su título sospecho (porque no la he leído) transcurre en una perfumería.

Sin embargo, la directora y también guionista Nora Ephron decidió hacer la adaptación situando la historia nada más y nada menos que en una librería infantil llamada The Shop Around the Corner (curiosamente el título original de la película de Stewart). Una adorable librería infantil de esas que habitan casi, casi solamente en nuestra imaginación. Y esta es la parte que me cautiva cada vez y por la que siempre me entran ganas de volver a ver la película. (Ah, sí, y por su maravillosa banda sonora capitaneada por Harry Nilsson.)

Hace poco de repente me vino a la cabeza que más allá de la historia entre los protagonistas y la omnipresencia del incipiente internet como medio para entablar relaciones personales, estaba el paisaje de libros y la maravillosa relación que establecemos con ellos de niños. Quizá esto último es lo que causa aún más impacto en mí, dado que no conocí ese vínculo en mi infancia, sino de adulta y con carácter retroactivo, como contaba hace un tiempo en este artículo en la Revista Babar.

La librería que vemos en la película es un local con solera: la actual dueña sigue la labor que inició su madre, una librera conocida y querida en el barrio, y suponemos que pasó mucho, mucho tiempo de su infancia en el local, compartiendo con ella no solo el amor por los libros sino este espacio de encuentro, este remanso de paz que, ahora que no está su madre, es como si encerrara parte de su alma (la escena en la que Meg Ryan evoca el recuerdo de las dos dando vueltas y riendo en la tienda, justo antes de echar el cierre para siempre, me parece de una nostalgia insoportable). Quizá es porque en mi infancia yo no tuve una librería de cabecera por lo que ahora una tan bonita y acogedora como la que protagoniza esta película me cautiva hasta el punto de añorarla, como si la hubiera conocido, como si realmente existiera. Cerrar la puerta para siempre en una librería así, cargada del amor por los libros que se pasa de una generación a otra, debe de ser, como dicen en la propia película, una tragedia. Se escuchan noticias de librerías que cierran a diario y eso es efectivamente una tragedia.


Por eso creo que la persona que ideó este guion sentía un profundo respeto por las librerías pequeñas, las de barrio, las de toda la vida, donde tratas con los libreros por su nombre y estos, a su vez, conocen con mimo lo que venden y lo que puede ser tu próxima lectura. Los muebles de madera (de esos en los que se puede acariciar el paso del tiempo), niños por todos los rincones o sentados en el suelo para escuchar a la cuentacuentos leyendo Volando solo de Roald Dahl, una maravillosa sensación de sentirte como en casa… Todo es un homenaje a los libros y a la infancia, en mi opinión.


También está presente la eterna rivalidad entre los comercios de barrio de toda la vida y los grandes almacenes que nos cautivan con su amplísima oferta. Me sorprendió que, aunque hayan pasado veintitrés años desde su estreno, el tema de fondo sigue siendo de una actualidad apabullante, una realidad que además ha evolucionado: ahora el gran rival a vencer es, paradojas de la vida, internet y su todopoderoso Amazon.

Refleja la lucha de estos pequeños comercios contra el gigante, representado por el inmenso supermercado de libros que ocupa varias plantas (que dirige el personaje de Tom Hanks) y te seduce con la amplia oferta y los jugosos descuentos. Por un lado, el trato familiar y cercano; por otro, la posibilidad de tener todo, cualquier título que podamos imaginar, a nuestro alcance en ese mismo instante: el bufé libre de libros. Yo he trabajado en los dos bandos, en una gran superficie de varias plantas y en una librería de barrio, y tengo claro que vender libros «al peso» no te convierte en librero. No necesariamente. Cuando mi trabajo se limitaba a vender libros (en la gran superficie, se entiende), no me sentía como librera, sino como una simple dependiente (aunque se trataba del mismo material preciado); sin embargo, el trabajo en una librería de barrio, de esas que forman parte de la comunidad de vecinos, fue completamente distinto. A muchos clientes los saludas por el nombre, algunos los conoces de vista (o «de gustos») y otros se acaban convirtiendo en verdaderos amigos. Donde yo trabajaba, los lectores acudían a pedir consejo, opinión u orientación, en especial en Navidad, a la hora de elegir para los más pequeños de entre el aluvión de novedades propio de estas fechas, y realmente agradecían la ayuda. En ocasiones, incluso regresaban para contarnos que el libro elegido había sido un éxito. Saberse parte de algo tan especial, personal y casi privado como el encuentro entre un lector y su libro, eso, eso es lo que realmente te convierte en librero. Porque, como dice Irene Vallejo en su maravilloso El infinito en un junco: «recomendar y entregar a otro una lectura elegida es un poderoso gesto de acercamiento, de comunicación, de intimidad».

La película de Tom Hanks y Meg Ryan es de 1998, pero esta lucha entre el David (o los davides) de la tienda de barrio y el Goliath de la gran superficie sigue siendo actual, como un viejo y manido argumento que, lamentablemente, no deja de repetirse y repetirse en la vida real. La película tiene su happy end para los protagonistas, pero la pequeña, entrañable y acogedora librería a la vuelta de la esquina (perdón por el espóiler) finalmente admite su derrota y se ve obligada a cerrar, después de décadas de servicio, exhausta e impotente ante el todopoderoso, gigante y reluciente centro comercial. Esto sigue siendo también, por desgracia, de una actualidad apabullante. He visto la película muchas veces y, aun así, la escena en la que el personaje de Meg Ryan da un último vistazo a la librería, ya completamente vacía, justo antes de cerrarla para siempre, me conmueve y me encoge el corazón cada vez.

Como en una librería de viejo, en la trastienda de esta comedia romántica de 1998 se pueden encontrar otros temas interesantes: el amor por los libros como lazo inquebrantable con nuestros seres queridos, más allá del paso del tiempo y de la muerte, y el papel fundamental de ese nexo entre la infancia y las primeras historias de nuestra vida que son los libreros. El personaje de Meg Ryan describe el trabajo de su madre con estas hermosas palabras no exentas de nostalgia: «(…) no se trataba solo de vender libros, [mi madre] estaba ayudando a la gente a convertirse en aquello que iban a llegar a ser[1]», una definición preciosa y precisa de una profesión, la de librera, fundamental en nuestra sociedad, especialmente en la infancia, cuando las lecturas elegidas comienzan un itinerario que puede durar para toda la vida.

 



[1] (…) it wasn't that she was selling books, it was that she was helping people become whoever they were going to turn out to be.


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