El libro que lo cambió todo: Pupila de águila, de Alfredo Gómez Cerdá

Hace algunas semanas, publicaba en la Revista Babar una reflexión sobre mi evolución como lectora y sobre cómo la imposición no consiguió arrebatarme la afición que más tarde llegaría. Cuento que no me gustaba leer de niña y que, por suerte, hubo un-libro-que-lo-cambió-todo, que supuso un punto de inflexión y abrió la veda para las lecturas que vinieron a continuación, y que, eventualmente, me convirtieron en lectora y amante de los libros. Ese libro fue Pupila de águila, de Alfredo Gómez Cerdá (SM, 1989).

¿Y por qué este? Por nada en particular, simplemente apareció en el momento justo, en la situación adecuada, y conecté con la historia. Conecté no, ¡me enganché como nunca antes me había enganchado a un libro!, hasta el punto de sacrificar las para mí siempre sagradas horas de sueño. Es probablemente el primer libro que he releído varias veces por el mero placer de revivir la historia. Sus personajes y sus escenarios acuden de cuando en vez a mi mente, especialmente cuando paso por un paisaje que me recuerda a los escenarios en los que se desarrolla. Y lo más curioso, me sumerjo en la historia cada vez como si fuera la primera lectura, como si no conociera a la perfección el desenlace. 

Pupila de águila no tiene nada en particular que haga que me sienta identificada con sus personajes (salvo ese sentimiento natural del lector completamente involucrado en la aventura que tiene entre manos); en realidad, aparentemente es la típica historia: chica vitalista y entusiasta conoce a chico introvertido y depresivo, y como polos opuestos se atraen, ¡zas!, surge el magnetismo. Y mientras la amistad y la complicidad entre Martina e Igor, que así se llaman, se va forjando y su historia comienza a tomar forma, el misterio sobre la extraña muerte del hermano mayor de ella, Toni, se va aclarando (¿o debería decir enredando?) hasta traducirse en una aventura en la que no faltan el peligro, las persecuciones y los matones, claro. O sea, que lo que comienza siendo una típica historia de chica-conoce-chico se acaba transformando en una aventura de amor, de muerte y de misterio en torno a las personas que creemos conocer mejor. Y puede que se trate de la clásica historia, pero entran en juego otros temas, no siempre agradables aunque no por ello menos importantes: el dolor de la ausencia, la soledad, la relación de padres a hijos (incluso cuando esta se da entre personas sin lazos de sangre).

No está exenta por tanto de cierta reflexión sobre la vida, sobre la búsqueda de maneras alternativas de paliar la soledad, sobre cuáles son los límites de cada uno, sobre hasta dónde somos capaces de llegar y sobre la muerte, también, como parte de la vida. Es una novela de contrastes, de luces y sombras, con unos personajes que sin poseer características sobrehumanas resultan complejos y muy bien elaborados. También es un paseo por las calles de Madrid y por otros tiempos, un recorrido por la vida de las personas que ya no están a través de los recuerdos compartidos. 

A partir de este libro, se produjo un cambio de perspectiva que hizo que comenzara a ver la lectura como algo más que una obligación académica y empezara a disfrutar de ella. Esa afición por la lectura que comenzó entonces ha ido evolucionando y marcando las pautas de mi vida profesional: quizá por ello elegí estudiar una filología, quizá por ello escribo este blog, quizá por ello me apasiona hablar de libros y quizá por ello, me encanta mi profesión. 

Es tal la importancia de este libro en mi evolución como lectora, que en cuanto tuve la ocasión, asistí a la Feria del Libro, allá por el 2009, para poder contárselo al propio autor en persona. En medio de la chiquillada que bloqueaba alegre el acceso a la caseta, allí estaba yo, con unos cuantos años más que ellos y mi edición de 1989 algo descascarillada y llena de encanto, para contarle a Alfredo Gómez Cerdá mi relación tan especial con su novela, para decirle que Pupila de águila era mi primer libro favorito. 

Fue un encuentro breve, en medio de personitas de poco más de un metro de altura, en el que le resumí como pude por qué era tan importante para mí su libro y por qué me hacía ilusión que me lo firmara. Y es que siempre hay lecturas que nos marcan, pero para mí esta es especial, no tanto por la historia que cuenta (que me encantó y me sigue encantando cada vez que la releo, ojo), sino por lo que su lectura supuso entonces y en adelante para mí. Sin saberlo, ese fue el primer libro que consiguió que no me durmiera hasta tarde para poder leer solo una página más, consiguió meterme en la historia como si yo misma fuera Martina o Igor o Clara o Lola, y puede que despertara en mí un interés que se acabó transformando en una afición y una forma de ganarme la vida. 

Las vueltas que da la vida y los rumbos que va tomando hicieron que acabara trabajando en una librería en la que las sugerencias eran escuchadas y agradecidas con sinceridad, y fue todo un privilegio poder recomendar un libro tan especial para mí. No solo estaba cumpliendo con mi trabajo, es que eso además suponía aportar mi granito de arena, y siempre lo vendía con la esperanza de que se convirtiera para alguien más en un libro de los que se conservan con cariño, de esos que luego los padres les pasan a sus hijos explicándoles que era uno de sus favoritos de niño, en un libro especial, vamos. Su perspectiva optimista ante la vida, también en los momentos más bajos, para mí lo hace atemporal incluso tantos años después de su publicación. Es un «tesoro» que ahora tengo dedicado por su autor en un acto de agradecimiento mutuo y de, como él menciona en su dedicatoria, amistad. Así que, como ya tuve ocasión de decirle en persona entonces: gracias, Alfredo.



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